EN LA SELVA DEL PERÚ vivía una culebra hermosa y colorida, de las que no tienen veneno, que se deleitaba en asustar malvadamente a los animales silvestres mostrándoles sus dientes y dando mordidas rabiosas al vacío sacando y metiendo coléricamente su lengua en son de amenaza.
Su mayor anhelo era hacer el mal y se lamentaba por no poseer veneno como las otras para morder y matar y así satisfacer sus malvados deseos.
Cierta vez otra culebra, de aquellas venenosas, se acercó a un arroyo para calmar su sed. Antes de hacerlo depositó cuidadosamente el veneno de sus colmillos sobre una piedra lisa y limpia como tienen por costumbre las víboras en esta amazonía, que dicho sea de paso es el único lugar del mundo donde hacen esto para no beber accidentalmente junto con el agua el poderoso veneno, dicen, lo que acabaría de inmediato con sus vidas.
La culebra no venenosa pasaba por allí, y viéndola, se alegró tanto al saber que había llegado el momento más esperado en su vida. Se acercó cuidadosamente por las espaldas de la venenosa y dio un susto tan grande en ella que, despavorida, se sumergió en la corriente del arroyo olvidando su mortal veneno encima de la piedra.
¡¡HASTA QUE AL FIN; LO QUE QUERÍA!!...
Apoderándose del veneno ajeno lo colocó en sus colmillos y para entrenar, antes de su primera víctima, daba bocanadas al aire tan fuertes, iracundas y descontroladas que, por descuido, acabó mordiendo su propia lengua. El efecto mortal del veneno fue violento y agonizando la malvada apenas consiguió decir con su lengua hinchada y balbuceando:
¡Desdichada de mí! ¡Pudiendo hacer el bien con lo poco que tengo... y ser feliz!
La muerte no le concedió más tiempo para concluir su meditación.
Me lo contó un gavilán que la observaba y que se la comió; menos la cabeza.
¡Palabra de ley!
Mario Marcelo Saldaña Ruesta
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