10 jul 2023

LA MOSCA DE PAPÁ KIKO

Siempre recuerdo y con un inmenso cariño y amor a quien fue mi abuelo Juan Francisco Ruesta Mastallier, Don Pancho Ruesta como era conocido por la gente y amigos y Papá Kiko como le llamábamos todos los nietos en casa. Papá Kiko era un hombre alto, calvo y barrigón. Me gustaba mucho apretarle la barriga y hundirle una hernia estrangulada que tenía en su ombligo y tratar de borrarle una cicatriz que subía por el centro de su barriga hasta la punta del esternón de una cirugía al estómago que una vez le realizaron, ah... y agarrarle un lobanillo que tenía en el pecho a la altura del corazón. Me decía que era una bala que le habían disparado no se en cuál guerra. Mentira porque nunca a ninguna guerra fue y más aun no era capaz de matar ni a una mosca y de eso justamente voy a contar lo que escuché siendo niño y que ha quedado grabado, además de muchas anécdotas que están en mi mente pero que no las recuerdo, como una película cómica que aflora en momentos menos pensados que me ayudan a distraer la gravedad de las circunstancias que me toca vivir como a todo el común de los mortales, como en este momento; dicho sea de paso santo remedio. Cuando papá Kiko viajaba de Chulucanas a Piura en aquellos tiempos que era más demorado que los gringos cuando llegaron a la Luna, nosotros, digo nosotros refiriendonos al montón de nietos que alegrábamos su vida, alegrábamos porque recuerdo que él disfrutaba de cada uno, de algunos más que de otros, me atrevo a decir que yo estaba entre los primeros, o así lo sentía yo (¡qué sentía; aún lo siento!), decía nosotros a más de la pena que nos daba que se alejaba a veces para regresar el mismo día ya de tarde, a más de la pena decía era la alegría porque de todas maneras alguna cosa de regalo iba a traer, sobre todo revistas esas de cuadritos y de dibujos animados como Pato Donald, Mickey, y al verlo llegar ya de tarde de bajada por el pasaje que hasta ahora está al lado de la Catedral de entrada hacia la calle Lima, al frente de la botica de don Ofo Orozco, cuando la calle aún era de tierra y no tenía pista, decía, nos avalanzábamos en veloz carrera a sus brazos y a ver qué nos tocaba a cada uno. Contaba que cierta vez se embarcó en un automovil colectivo, esos de 5 pasajeros, y justo cuando el carro arrancaba subió una mosca de esas que después de hacer piruetas y maromas en el aire con tremenda puntería se paran en la punta de tu nariz, y él primero con la mano la espantaba. La mosca continuaba con su número artístico y terminaba parándose en la punta de su nariz siempre en el punto exacto (¿a quién no le ha pasado? por lo menos en Chulucanas las moscas son asi) sin temer ni a los periodicasos que le lanzaba de cuando en cuando. Así pasó todo el viaje hasta llegar a Piura donde en el paradero él se fue por un lado y la mosca desapareció. Ya de tarde luego de hacer todas sus gestiones motivo del viaje y de comprar también los regalos para sus dos docenas de nietos que lo esperábamos subió al carro colectivo y, al momento de arrancar, nuevamente la mosca haciendo piruetas entró por la ventana del carro y fue a parar en la punta de su nariz. "La facinerosa, decía, se apuró para llegar a tiempo y retornar juntos de vuelta a Chulucanas, no la pude matar a pesar de los paquetasos y manasos que le daba cada vez que me despertaba de las cabeceadas cuando podía dar". A propósito de moscas recuerdo la tremenda enseñanza que él siempre recitaba: "A un panal de rica miel dos mil moscas acudieron, que por golosas murieron presas de patas en él"