9 oct 2012

TIA CHEPITA

Allí dentro te esperaban,
esperaban que les cures,
esperaban y anhelaban tu llegada,
siempre tu llegada.

Que les cures,
esperaban tu llegada,
te querían y estimaban,
que les cures te pedían,
no tenían,
les curabas.

No recuerdo haberte contado qué pasó, cuando llegué al hotel qué pasó. ¿Recuerdas la camisa, toda rota y manchada con sangre de mi herida? Traté de pasar rápido y ocultando ese lado de mi cuerpo delante de ella que estaba planchando ropa en el patio del hotel. Me dijo tuve una corazonada, ¿qué ha pasado? tu camisa está rota y manchada con sangre, dime ¿qué ha pasado, qué pasó? Nada, no es nada, le respondí. Mas, ante su insistencia, le conté todo, o casi todo; que no pude sostenerme en el muro, que la puerta vieja arrecostada en la pared no la pude alcanzar, que me quedé colgado y me cansé, que me solté y que caí; que la astilla de madera era grande y que sobresalía del borde de esa puerta y que mi barriga pasó raspando. El corte fue grande, los puntos de sangre en el tejido grasoso los vi como un collar de perlas rojas que poco a poco afloraban y se agrandaban y me quedé asustado, tan asustado que ni lloré; sólo grité. A pesar de mis gritos fuertes no me escucharon al otro lado de la pared en la casa vecina donde estaban los muchachos desgranando mazorcas de maíz. Y yo de sonzo que obedecí, que mis dedos me duelen, que los choclos están secos y duros, que anda trae un cuchillo de la casa de mi mamá. Y yo fui, por no darme la vuelta por la puerta de la calle me encaramé al muro, por una peseta que ni me pagaron yo fui.
Subido al muro olvidé el encargo del cuchillo observando absorto los nidos de las zoñas y chilalos en las ramas altas de los algarrobos que había en tu corral. Observaba también por encima del techo de tejas del horno de barro donde para mí era muy difícil llegar la casa del "Boca Amarrada" que siempre me inspiró más que miedo respeto. Imaginaba el paraíso y esa fue la causa, pensé volar, ser más ágil y más liviano que los pájaros o trepar y bajar paredes como lagartija hasta darme cuenta que estaba colgado del borde del muro y que mis pies no alcanzaban la puerta y que mis manos arañaban desesperadamente el borde de la pared. No era un pájaro ni una lagartija me di cuenta; estaba colgado sin saber ni cómo subir ni cómo bajar, colgado hasta el cansancio.
Luego de caer pasé tirado en el suelo algo de tiempo que me pareció una eternidad, levantando la cabeza te vi, a gritos te llamé y corriendo me levantaste del suelo sacudiendo mi cuerpo empolvado; felizmente estabas tú que me escuchaste. Tranquilo, no te asustes muchacho macho, no vayas a llorar. No son las tripas que se salen me dijiste, es sangre.
Con un limón me curaste, me ardió más que esa vez del perro que me mordió, ¿recuerdas esa vez del perro cuando fuimos allá cerca del cerro?, tú y tu limón que me frotaste. Siempre llevabas uno, para el vértigo decías. Esa vez también al llegar a casa allá en el hotel traté de ocultar la cojera de mi pierna y ella, lo que siempre me decía, tuve una corazonada, ¿qué ha pasado? Le conté todo, que había estado contigo por el cerro, que el perro nos ladró, que era grande, que a pesar de la pedrada en el hocico agarró mi pierna y me mordió.
Disfrutaba acompañarte, cada vez que lo pedías me encantaba acompañarte. Que vamos, pobrecita, está enferma, que me han buscado para ahora en la noche, a las ocho. A las ocho está oscuro y me da miedo tía. Por eso vamos, acompáñame que da miedo, me decías. Y yo iba.
Las hojas grandes de algunas plantas en los corrales de las casas en la penumbra proyectaban a la calle unas sombras fantasmales que me empujaban hacia ti; no te asustes, son las hojas de los arboles, no te asustes, muchacho macho, no te asustes, me decías. No dejaba de temblar, pero allá yo iba, es que me encantaba acompañarte. Y los perros, en cada puerta que llamabas ya llegué, nos ladraban y salían al encuentro. Piedras no faltaban, no les tires sus dueños me decían, que no muerden, son mansitos y no muerden; que no muerden...
¿Recuerdas esa vez cuando el niño al verme de camisa blanca corrió para dentro de su casa pensando que yo era doctor, se metió debajo de su cama, y nosotros reímos hasta no parar?
Con qué avidez devorabas cuántas Steffanias o cualquier otra revista pasase frente a tus ojos, con qué facilidad lograbas arreglar con gotas de cera de una vela el diente roto de tu puente de oro que embellecía aún más tu sonrisa; no olvido tus natillas, manjares blancos y cocadas que cuando hacías, de recompensa, me empanzabas con ellos.
¿Dónde habrá quedado tu caja metálica donde hervías tus jeringas salvavidas para tanta gente pobre que no tenía a dónde más acudir? ¿Y tus jeringas y agujas que con tanto cuidado limabas su punta, limpiabas y hervías? ¿Qué calle de Chulucanas no recuerda tus menudos y veloces pasos? ¿En qué plegaria no habrán lanzado tu nombre al cielo, si allí dentro de sus casas, rosario en mano, postradas, te esperaban?
Me encantaba acompañarte, a donde sea que pedías, no dudaba acompañarte. Me encantaba que las sombras fantasmales de algunas plantas proyectadas en las calles me empujasen hacia ti; lo sabía, eran de las hojas de los arboles en los corrales de las casas en donde gente pobre esperaba la ampolleta que les cure, esperaban y anhelaban tu llegada, siempre tu llegada; esperaban tu llegada, te querían y estimaban, que les cures te pedían, no tenían, les curabas.
Y ella, mi madre, en mi casa en el hotel me decía, es mi hermana, soy yo misma, acompáñala.
Hoy las sombras fantasmales de recuerdos no me empujan, voy a ellas.
CON AMOR A MI TÍA Chepita, JOSEFA RUESTA ARÁMBULO